Boris Vian (1920-1959)


Estábamos llegando al barrio pobre de la ciudad. Stephen's Street empezaba bien, pero a partir del número 200 ya todo eran pisos baratos, que más adelante se transformaban en chabolas de un solo piso, cada vez más ruinosas. Por el 300 la cosa aún se aguantaba un poco. Había algunos coches frente a las casas, casi todos de la época del Ford-T. Aparqué el coche de Dex frente al número que él me había indicado [...]. Dex subió los dos escalones de la entrada, situada a un lado de la casa. Tocó el timbre, y vino a abrir una negra gorda. Sin decir palabra, nos volvió la espalda, y Dex la siguió. Yo cerré la puerta detrás de mí. 
Al llegar al primer piso, la negra se hizo a un lado para dejarnos pasar. En una habitación de pequeñas dimensiones había un sofá, una botella y dos vasos, y unas chiquillas de once a doce años, una pelirroja gordita y cubierta de pecas y una negra que parecía ser la mayor de las dos. Estaban sentadas, muy modositas, en el sofá, vestidas ambas con una camiseta y una falda demasiado corta. 
- Estos señores os traen dólares –dijo la negra–. Portaos bien con ellos. 
Se marchó y cerró la puerta. Miré a Dexter. 
- Desnúdate, Lee –me dijo–. Hace mucho calor aquí. 
Se volvió hacia la pelirroja. 
- Ven a ayudarme, Jo. 
- Me llamo Polly –dijo la niña–. ¿Me dará usted dólares? 
- Claro que sí –repuso Dex. 
Se sacó del bolsillo un arrugado billete de diez dólares y se lo dio a la niña.

- Ayúdame a desabrocharme el pantalón. 
Yo no me había movido aún. Miraba a la pelirroja, que se levantó. Debía de tener poco más de doce años. Tenía unas nalgas bien redonditas bajo su falda demasiado corta. Sabía que Dex me miraba. 
- Me quedo con la pelirroja –dijo. 
- Ya sabes que nos pueden meter en chirona por el jueguecito este. 
- Ven, Polly... –dijo Dex–. ¿Quieres un traguito? 
- Prefiero no beber nada –contestó la niña–. Puedo ayudarle sin beber. 
En menos de un minuto, Dex se desnudó y sentó a la niña sobre sus rodillas, levantándole la falda. Se le ensombreció la cara y se puso a resoplar. 
- No me irá usted a hacer daño, ¿verdad? 
- Estate quieta –replicó Dexter–. Si no, no hay dólares. 
Le metió la mano entre las piernas y la niña se echó a llorar. 
- ¡Cállate! [...] 
Se volvió hacia mí. Yo seguía sin moverme. 
- ¿Te molesta el color de la piel? [...]. ¿Quieres la mía? 
- Está bien así –afirmé. 
Miré a la otra chiquilla. Se rascaba la cabeza, absolutamente indiferente a todo lo que ocurría. Estaba ya formada. 
- Ven –le dije. 
- Puedes emplearte a fondo, Lee –dijo Dex–, están limpias. ¿Vas a callarte de una vez? 
Polly dejó de llorar y se sorbió los mocos. 
- La tiene muy gorda... –se lamentó–. ¡Me hace daño! 
- ¡Cállate! –dijo Dex–. Te daré cinco dólares más. Jadeaba como un perro. La cogió por los muslos y empezó a agitarse sobre la silla. 
Las lágrimas de Polly se deslizaban ahora sin sollozos. La negrita me miraba. 
- Desnúdate –le dije– y échate en el sofá. 
Me quité la chaqueta y me desabroché el cinturón. Gritó un poco cuando entré en ella. Y estaba ardiente como el mismísimo infierno.


No hay comentarios: