Conde de Lautréamont (1846-1870)

CANTO TERCERO

[...] He ahí a la loca que pasa bailando, mientras recuerda vagamente algo. Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo. Blande un bastón y hace el simulacro de correr tras ellos, pero continúa su camino. Ha perdido un zapato en el recorrido, aunque no se da cuenta. Largas patas de araña corren por su nuca: no son otra cosa que sus cabellos. Su rostro no se parece ya a un rostro humano y lanza carcajadas como la hiena. Deja escapar fragmentos de frases en las cuales aun ordenadas, muy pocos encontrarían una clara significación. Su vestido, agujereado en más de un sitio, ejecuta bruscos movimientos en torno a sus piernas huesudas y llenas de barro. Marcha adelante, como la hoja del álamo, llevada -ella, la juventud, sus ilusiones y su felicidad pasada que vuelve a ver a través de las brumas de una inteligencia destruida- por el torbellino de sus facultades inconscientes. Ha perdido su gracia y su belleza primitivas, su andar es innoble y su aliento huele a aguardiente. Si los hombres fueran felices en esta tierra, habría que extrañarse. La loca no hace ningún reproche, es demasiado orgullosa para quejarse, y morirá sin haber revelado su secreto a los que se interesan por ella, aunque les ha prohibido para siempre que le dirijan la palabra. Los niños la persigue a pedradas como si fuera un mirlo. Ha dejado caer de su seno un rollo de papel. Un desconocido lo recoge, se encierra en su casa toda la noche, y lee el manuscrito, que contiene lo que sigue:


«Después de muchos años estériles, la Providencia me envió una hija. Durante tres días me arrodillé en las iglesias y no cesé de dar las gracias al nombre de Aquel que al fin había atendido mis súplicas. Con mi propia leche alimenté a aquella que era más que mi vida y que yo veía crecer rápidamente, dotada de todas las cualidades del alma y del cuerpo. Ella me decía: "Quisiera tener una hermanita para jugar con ella, pídele a Dios que me envíe una, y para recompensarlo tejeré para él una guirnalda de violetas, mentas y geranios". Por cada respuesta, yo la alcé hasta mi seno y la besé con amor. Ella, que había aprendido ya a interesarse por los animales, me preguntaba por qué la golondrina se contenta sólo con rozar con su ala las chozas de los hombres, sin atreverse a entrar. Pero yo ponía un dedo en mi boca, como para decirle que guardara silencio sobre esa grave cuestión, cuyos fundamentos no quería aún hacerle comprender, a fin de no herir con una impresión desmedida su imaginación infantil, y me apresuraba a desviar la conversación sobre ese asunto, penoso de tratar para todo ser perteneciente a la raza que ha desplegado una dominación injusta sobre los demás animales de la creación. Cuando ella me hablaba de las tumbas del cementerio, diciéndome que en esa atmósfera se respiraba los agradables perfumes de los cipreses [...], me guardaba de contradecirla, pero le decía que era la ciudad de los pájaros, que allí cantaban desde la aurora hasta el crepúsculo, y que las tumbas eran sus nidos, donde descansaban de noche con sus familias, levantando la lápida. Todos los bonitos vestidos que llevaba, los había cosido yo, así como los encajes de mil arabescos que reservaba para el domingo. En invierno, tenía su sitio fijo alrededor de la gran chimenea, pues se creía una persona seria, y en verano, la pradera reconocía la suave presión de sus pasos, cuando se aventuraba, con su red de seda atada al extremo de un junco, tras los colibríes, plenos de independencia, y las mariposas, de sesgos molestos. "¿Qué haces, pequeña vagabunda, cuando la sopa te espera, desde hace una hora, con la cuchara que se impacienta?". Pero ella, saltando a mi cuello, exclamaba que no volvería a suceder más. Al día siguiente se escapaba de nuevo a través de las margaritas y las resedas, entre los rayos del sol y el vuelo atolondrado de los insectos efímeros; sólo conocía la copa prismática de la vida, pero no la hiel; era feliz de ser mayor que el abejarruco; se burlaba de la curruca que no canta tan bien como el ruiseñor; le sacaba solapadamente la lengua al villano cuervo, que la miraba paternalmente; y era graciosa como un gatito. Poco tiempo habría yo de gozar de su presencia; se aproximaba la hora en que debía, de una manera inesperada, decir adiós a los encantos de la vida, abandonando para siempre la compañía de las tórtolas, de las gallinetas y de los verderones, el parloteo del tulipán y de la anémona, los consejos de las hierbas del pantano, el espíritu incisivo de las ranas y el frescor de los arroyos. Me contaron lo que había sucedido, pues no estuve en el suceso que tuvo como consecuencia la muerte de mi hija. Si lo hubiese estado habría defendido a aquel ángel a costa de mi sangre... Maldoror pasaba con su alano, ve a una muchacha que duerme a la sombra de un plátano, y la confunde con una rosa. No podría decirse qué surgió primero en su espíritu, si la vista de aquella niña o si la resolución que tomó luego. Se desnuda rápidamente, como un hombre que sabe lo que va a hacer. Desnudo como una piedra, se arroja sobre el cuerpo de la muchacha y le levanta el vestido para cometer un atentado al pudor... ¡a la luz del sol! ¡No se anda por las ramas, vamos!... No insistamos sobre esa acción impura. Con el espíritu descontento, se vuelve a vestir precipitadamente, arroja una mirada de cautela sobre el camino polvoriento, por donde nadie pasa, y ordena al dogo que estrangule con un movimiento de sus quijadas a la muchacha sangrante. Indica al perro de la montaña el lugar por donde respira y grita la víctima sufriente, y se aparta para no ser testigo de la penetración de los dientes puntiagudos en las venas rosadas. El cumplimiento de esa orden pudo parecerle severo al dogo. Creyó que le pedían lo que ya había hecho, y se limitó, ese lobo de hocico monstruoso, a violar a su vez la virginidad de la delicada niña. Desde su vientre desgarrado, la sangre corre de nuevo a lo largo de sus piernas, a través de la pradera. Sus lamentos se unen a los aullidos del animal. La muchacha le presenta la cruz de oro que adorna su cuello, a fin de que se aparte; ella no se había atrevido a ponerlas ante los salvajes ojos de aquel que en primer lugar había tenido la intención de aprovecharse de la debilidad de sus años. Pero el perro no ignoraba que, si desobedecía a su dueño, un cuchillo sacado de debajo de una manga le abriría repentinamente las entrañas [...]. Maldoror (¡cómo repugna pronunciar este nombre!) oía los dolores la agonía y se asombraba de que la víctima resistiera tanto y no estuviera muerta. Se aproxima al altar del sacrificio y ve la conducta de su dogo que, entregado a sus bajos instintos, levantaba la cabeza por encima de la muchacha, igual que náufrago eleva la suya por encima de las olas encolerizadas. Le da un puntapié y le salta un ojo. El perro, lleno de ira, huye hacia el campo, arrastrando tras sí durante un espacio que siempre es demasiado largo, por corto que sea, el cuerpo de la muchacha suspendido, que sólo se desprende gracias a las sacudidas de la fuga, pero teme atacar a su dueño, que no volverá a verle. Éste saca de su bolsillo un cortaplumas americano, compuesto de diez o doce hojas que sirven para distintos usos. Abre las patas angulosas de esa hidra de acero, y, armado de semejante escalpelo, viendo que el césped no había aún desaparecido bajo el color de tanta sangre vertida, se dispone, sin palidecer, a registrar animosamente la vagina de la desgraciada niña. Desde ese orificio, ampliado, extrae sucesivamente los órganos internos: los intestinos, los pulmones, el hígado, y, finalmente, el corazón mismo, son arrancados de sus ligamentos y llevados a la luz del día a través de la espantosa abertura. El sacrificador percibe que la muchacha, pollo vaciado, ha muerto hace tiempo, cesa en la perseverancia creciente de sus estragos y deja al cadáver dormir a la sombra del plátano. El cortaplumas abandonado se encontró a unos pasos de distancia. Un pastor, testigo del crimen cuyo autor no había sido descubierto, lo relató mucho tiempo después, cuando estuvo seguro de que el criminal se encontraba a salvo tras la frontera y no tenía que temer la evidente venganza proferida contra él, en caso de revelarlo. Me compadecí del insensato que había cometido ese delito, que no había previsto el legislador, y carecía de precedentes. Me compadecí porque es probable que hubiera perdido la razón cuando manejó el puñal de hoja cuatro veces triple, lacerando de arriba a abajo las paredes de las vísceras. Me compadecí porque, si no estaba loco, su conducta vergonzosa debía abrigar un odio muy grande contra sus semejantes, para ensañarse de esa manera con las carnes y las arterias de la niña inofensiva que fue mi hija. Asistí al entierro de esos escombros humanos con muda resignación, y todos los días voy a rezar ante la tumba».
Al terminar esta lectura, el desconocido no puede conservar sus fuerzas y se desmaya. Recobra sus sentidos y quema el manuscrito. Había olvidado ese recuerdo de su juventud (la costumbre embota la memoria), y, después de veinte años de ausencia, regresaba a aquel país fatal. ¡No comprará dogos!... ¡No conversará con los pastores!... ¡No se dormirá bajo la sombra de los plátanos!... Los niños la persiguen a pedradas como si fuera un mirlo [...].

1 comentario:

RAB dijo...

Imponderable Conde, como siempre.