Georges Bataille (1897-1962)



—¿Cómo te llamas?
—Don Aminado, respondió el cura.

Simona abofeteó a la carroña sacerdotal, haciéndola tambalear. Luego la despojó totalmente de sus vestiduras, sobre las que Simona, acuclillada, orinó como perra. Luego lo masturbó y se la mamó, mientras que yo orinaba sobre su nariz. Al llegar al colmo de la excitación, a sangre fría enculé a Simona que mamaba con furor.
Sir Edmond […] descubrió una llavecita colgada de un clavo.

—¿De dónde es esta llave?, le preguntó a Don Aminado.
Por la expresión de terror que contrajo el rostro del sacerdote, Sir Edmond reconoció la llave del Tabernáculo.
Al cabo de un instante regresó, trayendo un copón de oro, de estilo recargado […]. El infeliz sacerdote miraba fijamente el receptáculo de las hostias consagradas en el suelo y su hermoso rostro de idiota, alterado por las dentelladas y los lengüetazos con que Simona flagelaba su verga, se había puesto a jadear […].


—Huele a semen, dijo ella, olisqueando las hostias.
—Así es, asintió Sir Edmond, como ves, las hostias no son otra cosa que la esperma de Cristo bajo la forma de galletitas blancas. En cuanto al vino que se pone en el cáliz, los eclesiásticos dicen que es la sangre de Cristo, pero es evidente que se equivocan. Si de verdad fuera la sangre, beberían vino tinto, pero como sólo beben vino blanco, demuestran que en el fondo de su corazón saben bien que es orina.

La lucidez de esta demostración era convincente: Simona, sin más explicaciones, agarró el cáliz y yo el copón, y nos dirigimos a Don Aminado […].
Simona le asestó un gran golpe en el cráneo con la base del cáliz, sacudiéndolo y acabando de atontarlo. Luego volvió a mamársela, lo que le produjo siniestros estertores. Habiéndolo llevado al colmo de la excitación de los sentidos, lo movió fuertemente, ayudada por nosotros, y dijo con un tono que no admitía réplica:

—Ahora, ¡a mear!

Volvió a golpearlo con el cáliz en el rostro; al tiempo que se desnudaba delante de él y yo la masturbaba.
La mirada de Sir Edmond, fija con dureza en los ojos […] del joven sacerdote, produjo el resultado esperado; Don Aminado llenó ruidosamente con su orina el cáliz que Simona sostenía bajo su gruesa verga.

—Y ahora, ¡bebe!, exigió Sir Edmond.
El miserable bebió con éxtasis inmundo un solo trago goloso […].

...

El sacerdote había descargado y yacía, apretando los dientes, contra el piso, rabioso y avergonzado: con los testículos vacíos su abominable situación era aún más terrible. Decía gimiendo: ¡Miserables sacrílegos!, y otras quejas incomprensibles […].

—Levántate, ordenó Sir Edmond, vas a follarte a esta chica.
—Miserables, amenazaba Don Aminado con voz estrangulada, la justicia española... […] el garrote, también para mí... Pero primero para ustedes tres...
—Pobre idiota, repitió con sorna Sir Edmond: ¡Primero! ¿Crees que voy a dejarte esperar tanto tiempo? […]

El imbécil miró a Sir Edmond con estupor: una expresión zafia se dibujó en su hermoso rostro. Un gozo absurdo le abrió la boca, cruzó los brazos sobre su pecho y nos miró con expresión extática: ...el mártir. Un extraño deseo de purificación lo visitaba y sus ojos estaban como iluminados.

—[…] Es sabido que los agarrotados y los ahorcados tienen una erección tan grande que cuando les cortan el aire eyaculan. Tendrás el placer del martirio mientras le haces el amor a la muchacha.

[…] Sir Edmond pasó sobre el cuerpo de su víctima, le amarró los brazos detrás de la espalda, mientras que yo le detenía las piernas y se las ataba con un cinturón. El inglés mantuvo sus brazos apretados al tiempo que le inmovilizaba las piernas atenazándolas entre las suyas. Arrodillado, detrás, yo lo sujetaba entre los muslos.

—Y ahora, le dijo Sir Edmond a Simona, monta a caballo sobre esta rata de iglesia.
Simona se quitó el vestido y se sentó sobre el vientre del curioso mártir, acercando su culo a la verga vacía.
—Bueno, continuó Sir Edmond, apriétale la garganta, el conducto que está detrás de la nuez, con una presión fuerte y graduada.

Simona apretó y un terrible temblor recorrió el cuerpo totalmente inmovilizado y mudo: la verga se puso erecta. La tomé entre mis manos y la introduje sin dificultad en la vulva de Simona, que mantenía la presión en la garganta.
La joven, totalmente ebria, hacía entrar y salir con violencia la gran verga erecta entre sus nalgas, por encima del cuerpo, cuyos músculos crujieron entre nuestros formidables tornillos.
Simona apretó entonces con tanta fuerza que una sacudida aún más violenta distendió el cuerpo de su víctima; sintió el semen chorrear en el interior de su culo. Soltó su presa y cayó postrada por el tormentoso gozo […]. Nunca había sido tan feliz.

[…] Volvió a montar sobre el cadáver desnudo y examinó con gran interés su rostro violáceo. Secó el sudor que le perlaba la frente y espantó obstinadamente una mosca que zumbaba alrededor de un rayo de sol y que regresaba a posarse una y otra vez sobre el rostro del muerto […].
Sir Edmond, le dijo dulcemente, apoyando su mejilla en su hombro, quiero que me haga un favor.
—Haré lo que quieras, le respondió.
—Me hizo acercarme al cuerpo, se arrodilló y, abriendo completamente el ojo donde se había posado la mosca, me pregunto:
—¿Ves el ojo?
—¿Y qué?
—Es un huevo, concluyó con absoluta simpleza.
—Pero, insistí muy turbado, ¿adónde quieres llegar?
—Quiero jugar con el ojo.

[…] Sir Edmond […] tomó de su cartera unas tijeras finas, se arrodilló y recortó delicadamente la carne, metiendo con habilidad dos dedos de la mano izquierda en la órbita; sacó el ojo, cortando con la mano derecha los ligamentos […]. Le entregó a Simona el pequeño globo blancuzco.
Simona miró el extraño objeto y lo tomó con la mano, completamente descompuesta, pero sin duda empezó a divertirse de inmediato, acariciándose el interior de las piernas y haciendo resbalar el objeto que parecía elástico […]. Se divertía haciendo entrar el ojo en la profunda tajadura de su culo y acostada boca arriba, levantó las nalgas y trató de mantenerlo allí por simple presión del trasero, pero el ojo salió disparado, como un hueso de cereza entre los dedos, yendo a caer sobre el vientre del muerto, a pocos centímetros de la verga.
Durante ese tiempo me dejé desvestir por Sir Edmond y pude tirarme totalmente desnudo sobre el cuerpo de la joven y mi verga desapareció, entera y de golpe, en la hendija velluda: le hice el amor con violencia mientras Sir Edmond se divertía haciendo rodar el ojo entre las contorsiones de los cuerpos, sobre la piel del vientre y de los senos. Una vez, el ojo se perdió totalmente entre nuestros ombligos.

—Métamelo en el culo, Sir Edmond, gritó Simona. Y con delicadeza Sir Edmond hizo entrar el ojo entre las nalgas. Finalmente, Simona se apartó de mí, arrancó el bello globo de las manos del inglés y, presionando con calma y regularidad con las dos manos, lo hizo entrar en su carne babosa, entre el pelambre. Luego me acerqué a ella, me abrazó el cuello con los dos brazos y puso sus labios en los míos con tanto ardor que el orgasmo me llegó sin tocarla y mi semen se descargó sobre su pubis.

[…] Dos horas más tarde Sir Edmond y yo nos decoramos con falsas barbas negras, y Simona se cubrió con un ridículo sombrero negro a flores amarillas y un vestido negro de género, parecida a una joven noble de provincia; abandonamos Sevilla en un coche de alquiler […]. Al cuarto día, el inglés compró un yate en Gibraltar y nos lanzamos hacia nuevas aventuras […].

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